por: Manuel Turégano
editor
Si tuviera que elegir una sola palabra que, como un puente seguro, uniera la vida y la poesía de Rafael Soler no lo dudaría y me quedaría con seducción. Rafael Soler es un seductor. Su poesía tiene como norte seducir al lector.
Pero vivimos tiempos en que esta palabra se ha vuelto peligrosa y dada a pésimas interpretaciones. Incluso pesa sobre ella una cierta carga peyorativa. Al seductor se le tiene por persona falsa, engañosa, interesada e incluso perversa. Y es ahí donde el término no encajaría en absoluto ni con la figura ni con el ser social ni con la poesía de Soler, donde lo que respira es aquella ambición que un día confesó García Márquez como motor de su obra: “Que me quieran más”. Soler tiene una presencia intimidante (que delata su otra raíz germánica), que él ha domesticado para hacer más grandes e intensos sus abrazos. Y de la misma forma que ha hermanado vida y bebida (creando la palabra “bibir”), hace que su poesía genere encuentros nada casuales donde el poeta tienta al mundo a revelar aquellos gestos e instantes en que podría funcionar la seducción.
Los títulos de sus poemarios ya son maniobras en esa dirección: “Los sitios interiores”, “Maneras de volver”, “No eres nadie hasta que te disparan”, “Ácido almíbar”, “Leer después de quemar”, “Las razones del hombre delgado”, “Vivir es un asunto personal”… Rafael Soler aborda el poema desde la absoluta soberanía del lenguaje y del yo: hay una voz que se expresa con absoluta libertad y que, a la vez, se entrega a la radical expresividad del lenguaje, sin ponerle trabas, sin eludir las palabras cotidianas, sin dejarse intimidar por cánones o normas que limiten o coarten su enunciación. Tanto si la voz es desgarrada como colérica, compasiva o enamorada, desesperada o feliz, tanto si el yo está perdido como si está eufórico, el verso surca la corriente de las palabras hasta encontrar el corazón del destinatario. No se trata de “entender”, se trata de sentir, de vibrar, de sentirse alcanzado, preso, poseído. La palabra no es concepto, sino fuerza de la naturaleza. La idea viaja, en todo caso, en la bodega, mientras el barco afronta las turbulencias de un mar bravío, buscando un puerto donde el amor y la bebida ofrezcan merecido descanso al heroico navegante. La poesía como un acto apasionado, como un ejercicio supremo de seducción.