Martha L. Canfield
Prof. Letteratura Ispanoamericana
Presidente Centro Studi Jorge Eielson, Firenze – Italia

por: Martha L. Canfield
Mauricio Rosencof ha formado parte del Movimiento de Liberación Nacional “Tupamaros”, junto con Raúl Sendic y José Mujica y sufrió, como ellos, la violenta represión de la dictadura militar que se abatió sobre el Uruguay entre 1973 y 1985.
Mauricio, o el Ruso, como lo llaman sus amigos, nació el 30 de junio de 1933, en Florida, Uruguay, segundo hijo de judíos polacos obligados a emigrar, junto con el primogénito, a causa del nazismo; el resto de la familia se quedó en Polonia y fueron todos exterminados, en parte en Auschwitz, en parte en Treblinka. Siendo aún un niño, su padre decidió trasladarse de Florida a Montevideo y allí transcurrió la mayor parte de su infancia, en el barrio de Palermo.
Muy pronto se reveló un escritor de talento, periodista, poeta, novelista y dramaturgo. Fundador de la Unión de Juventudes Comunistas y dirigente del Movimiento de Liberación Nacional “Tupamaros”, en 1972 fue detenido y tras el golpe de estado de 1973 declarado “rehén” junto con otros ocho reclusos, incluido Eleuterio Fernández Huidobro. Esto los obligó a 12 años de encierro deshumano en celdas subterráneas, tan pequeñas que no podían ni siquiera acostarse, sin ventanas, con poquísima comida, obligados a veces a beber los propios orines y a masticar insectos (“las moscas son dulces”, ha afirmado con ironía). El encierro era además acompañado de torturas cotidianas y feroces. Podían tener visitas solo cada quince días por quince minutos; pero la primera vez que su padre pudo verlo, no lo reconoció, dado el estado oprobioso en que lo habían reducido, tanto que se puso a gritar “Éste no es mi hijo, ¡traigan a mi hijo!”.
En 1985, con el regreso de la democracia fueron liberados y la terrible experiencia fue contada minuciosamente por Rosencof y Fernández Huidobro en el libro Memorias del calabozo (1989), en el que más tarde se basó la película La noche de doce años (2018), dirigida por Álvaro Brechner. Con el regreso de la democracia, el movimiento tupamaro realizó una severa autocrítica rechazando la lucha armada y se transformó en movimiento político que se asoció a los otros grupos de izquierda en la coalición llamada “Frente Amplio”. Con esta nueva militancia, José Mujica llegó a ser presidente del Uruguay y Mauricio Rosencof Director de Cultura de la Intendencia de Montevideo desde el 2005 hasta su jubilación.
De la dura experiencia de su detención surgieron varios libros, como la novela Las cartas que no llegaron (2000) y el poemario Conversaciones con la alpargata (1985). Los poemas de este último pudieron ser escritos por un golpe de fortuna, por un lado, y por otro por la tenacidad y la inagotable energía del autor. Sucedió que un día, tiempo después de haber sido detenido, uno de sus guardianes le dijo que sabía que era un escritor y quería proponerle que le escribiera cartas para su novia, por las cuales cada vez le regalaría un cigarrillo. Rosencof aceptó pero sin decirlo, en vez de fumar los cigarrillos, eliminaba el tabaco y usaba el papel para escribir. En realidad estaba prohibido que escribieran y tuvieran bolígrafos u otros instrumentos, pero él logró hacerse dar la carga interior de uno, de manera que no se violaba completamente el reglamento, y así en los minúsculos pedacitos de papel pudo recoger los breves poemas que nacían de sus sueños, de sus reflexiones, de sus conversaciones con seres inventados, como la alpargata que de pronto él empezó a ver como si fuera una gata (a veces un gato) y a conversar con ella. Esta fuerza de la imaginación fue lo que le permitió controlar la desesperación y no abandonarse a la inercia. Se inventó además una manera de salvar los pequeños papeles escritos escondiéndolos en los dobladillos de la camisa que cada quince días podía mandar a su casa para que se la lavaran. Su madre entendió lo que allí estaba guardado y conservó todos esos poemas, de modo que él pudo recuperarlos al salir de la cárcel.
Como justamente ha afirmado Mario Benedetti en el prólogo a la primera edición de Conversaciones con la alpargata, el lector no puede ni debe ignorar la primera trágica causa de la gestación de estas composiciones, pero ella no determina su valor. La delicadeza de los sentimientos que emergen, la evocación de seres amados e inevitablemente inalcanzables, pero también la gracia, el ímpetu espiritual que conecta el yo poético con los pobres objetos que lo rodean, e incluso el sentido del humor que no pocas veces surge de las dramáticas y paradójicas circunstancias, están comunicados con un lenguaje sencillo y descarnado, eficaz para transmitir la extrema privación en que el autor está viviendo. A menudo se ha dicho, justamente, que oscurecer o borrar la memoria histórica con respecto a acontecimientos imperdonables como el Holocausto es un modo de volverse cómplices. Con la misma lógica debemos considerar el grito como una forma de hacer valer el derecho a la vida, como un mensaje enviado al mundo externo para pedir ayuda y exigir resistencia. «Cuando ya no queda nada», ha dicho Rosencof, «hay que gritar; es el silencio el verdadero crimen contra la humanidad». Estas conversaciones con su pobre, humilde alpargata son en realidad un grito. Un grito desesperado y un pedido de ayuda. Además de ser una prueba del poder del sueño, de la voluntad y de la energía –sin duda inagotable– que nace de los ideales por los cuales se ha luchado y se ha decidido resistir.